Vivimos en una sociedad en la que el ideal es imposible. El hombre contemporáneo dice que el precio que tiene que pagar por ser libre e inteligente es la renuncia al ideal, lo cual equivale a condenarse a la vulgaridad, a no progresar, a no ejercer una crítica con altura y dirección. El ideal es una fuerza reformadora de la vulgaridad.
Ante
la vulgaridad hoy dominante tenemos tres posibilidades: la postura
reaccionaria es señalar que esta vulgaridad es la prueba del fracaso
democrático y que debemos volver a la sociedad jerárquica, ordenada
y autoritaria de antes, que esa sí que funcionaba. La segunda
actitud, que es la dominante, me parece mucho peor, y es la que tiene
hoy la cultura general y se ve en todos los sitios, que es la actitud
de la resignación. Es aquello de Churchill de
que la democracia es el menos malo de los sistemas. Como si la
madurez ciudadana implicara una renuncia a lo óptimo. Y luego está,
en último lugar, la postura reformista, superadora, la del ideal,
por la que abogo.
Hoy el ideal parece imposible en una sociedad
compleja, multicultural, desconfiada de los grandes relatos. El
exceso de lucidez desmitificadora, la suspicacia generalizada, el
cinismo ambiental, el petimetre que está ya de vuelta de todo antes
de haber ido a ningún sitio: todo esto cierra las puertas al ideal.
Pero lo necesitamos. Seríamos más sabios si conserváramos nuestra
capacidad de entusiasmo para elevarnos a él. Aquel imperativo
kantiano que decía «atrévete a pensar» deberíamos traducirlo
ahora por un «atrévete a sentir».
Es
verdad que la propuesta de una perfección es difícil, pero una
sociedad sin un ideal está llamada a envejecer, a repetirse, a ser
acrítica con el presente porque no tiene una posición desde el que
criticarla y está condenada a no progresar.
Por eso, con gran osadía
por mi parte, he propuesto una ciencia del ideal:
el ideal de la
ejemplaridad.